Yo, a diferencia de muchos, tengo la fortuna de poder volver a casa.
En una realidad paralela que se despliega en frente de un paisaje repleto de verdes y azules me rodea la familiaridad de una vida que se siente lejana, y al mismo tiempo muy mía. Una vida que siguió ocurriendo en otro plano mientras a mí me tocaba aprender a vivir fuera de mi cotidianidad. Volver me hace ajustarme, reconocer sus mismos patrones y observar lo que cambio.
La ciudad en la que crecí, dentro de todo lo bizarro de su ambiente, es únicamente ella.
En enero, sus cielos son más azules que el mar Caribe que la rodea.
A las 7 a.m., cuando los pájaros cantan y las guacamayas vuelan, la luz no encandila, pero ilumina las montañas que la rodean, despertando a los locales.
El calor del mar se siente cercano, a pesar de la montaña que lo separa de la ciudad.
Los días son perfectamente templados. El clima perfecto que te deja siempre estar con las ventanas abiertas.
En mayo, las lluvias son fuertes y cargadas de bichos que se asoman por las ventanas de las casas. Y cuando escampan, se llevan consigo los grumos del día, limpiando las montañas para disfrutar el final de la tarde.
En mi casa el olor del café me despierta todas las mañanas. A pesar de no ser los mismos cuartos que me vieron crecer, los olores siguen siendo los mismos.
A través de las paredes se escuchan las conversaciones de mis papás, como si el tiempo no hubiera pasado, aunque entre medio haya una década.
Esa es un poco la magia de esta ciudad: su capacidad única de existir en el tiempo, aferrada a los recuerdos.
En junio vi The Last of Us. En medio de la distopía de los zombies, el urbanismo de la ciudad me recordaba a mi casa: ciudades que se sienten paralizadas en el tiempo, rodeadas de naturaleza que se despliega al mismo ritmo que sus calles. Lugares donde las raíces de los árboles no piden permiso para romper las calles, y donde la modernidad siempre llega a medias, como si la ciudad misma decidiera hasta dónde dejarse transformar.
Mi mamá siempre ha dicho que nuestra ciudad es como Macondo, creada por la imaginación de Gabriel García Márquez: un lugar donde lo cotidiano puede resultar extraordinario. Una realidad totalmente fusionada con lo fantástico. Y tiene razón. En esta ciudad, se puede escuchar a alguien hablar con absoluta normalidad sobre un apagón de tres días que resulto en un torneo de domino entre vecinos.
Para mí, que la visito frecuentemente, dentro de toda su fantasía, me aferro a su cotidianidad. Me pregunto qué ven los que la miran desde lejos. ¿Qué opinarán los que ya no regresan?
Por momentos me llego a avergonzar mi querencia por este lugar tropical de brisas húmedas. Muchos me han hecho cuestionar el por qué detrás de siempre querer regresar a una ciudad que ha hecho a tantos odiarla. Nunca me pareció fuera de lo común, porque siempre pensé que todos la veían como yo: desplegada ante quienes la rigen, un hogar únicamente nuestro.
Siempre me sentiré afortunada de poder volver y hare mi mayor esfuerzo para seguir viéndola de cerca.
Capaz es ignorancia o una sensación de pertenencia indiscutible ligada al espacio que me vio crecer.
De pana marico
Afortunadas siempre, de poder volver, volver y volver